Dime qué escuchas y te diré quién eres
Entre el grupo de amigos la “trivia” musical era una mezcla entre deporte y juego de “a ver quien la tiene más grande”. Eran, en última instancia, nerds estudiosos. Coleccionistas que remplazaron insectos y estampillas por casetes, Cd´s y discos de vinilo.
El conocimiento y la cultura musical en general les sirvió como un espacio de seguridad durante la adolescencia. En general, fueron niños que no corrían muy rápido ni eran muy hábiles físicamente. Sin embargo, sabían una increíble cantidad de nombres de dinosaurios y más tarde nombres de bandas. En los años en que crecieron, entre los ochentas y los noventas, la cultura juvenil gravitaba, como en otras épocas, en torno a la música. Se pertenecía a clanes o subgrupos.
Antes que periodistas devenidos en sociólogos hablaran de tribus urbanas el grupo zoológico musical se componía, más o menos así: thrashers y punks, raperos y new wave, góticos y brit pop, lanas, indies, progesivos, alternativos, rockeros y un largo etc. Los amigos del concilio nunca lograron encajar del todo en ningún grupo. En términos de gustos podían deambular sin prejuicios de un estilo a otro sin necesidad de encasillarse. Había algo ecuménico, un afán de integración de toda la música y de cruces iconoclastas. Si cada grupo de jóvenes esgrimía incomprensión de las generaciones previas, los contertulios del concilio fueron desadaptados entre los desadaptados. Muy pop para los metaleros; muy heavy para los poperos; muy virtuosos para los punkis, muy desafinados para los progresivos. Tal vez lo que mejor los encasillaba era el rótulo de “alternativos”. Parte esencial de su idiosincrasia era poder tomar prestado cualquier sonido independiente de su origen. Ahora bien ¿alternativos como un "alternativa" a qué? A cualquier música que pretendiese cerrarse dogmáticamente, que temiese a la experimentación de nuevos sonidos. De ahí que había en el “alternativo” un ansia por diferenciarse, o si se prefiere, en términos negativos, un miedo a ser encasillado. Finalmente, ocurrió de todos modos. La música alternativa se transformó en otro nicho de mercado y se creó el rock y el metal “alternativos” como contraparte a géneros, aparentemente, de más fácil identificación, como el heavy metal o el rock clásico. ¿Dónde ponemos a una banda de rock que incorpora elementos folclóricos y del hip hop? ¿Dónde clasificamos una banda de metal con elementos del jazz y la electrónica? Todas entran en la simplificación de lo “alternativo”, “lo distinto”. El término fue una variante de otras palabras que se usaron antes frente a otras músicas rebeldes. La música nueva fue avant gard, fue música experimental, fue free jazz o, para remarcar el sentido del término, "jazz liberado del jazz estándar". Apareció en su momento el rock progresivo y también el rock in opposittion, el post punk y el post rock. Todas estas clasificaciones entrañan una reacción. El rock progresivo sólo es progresivo en tanto es un supuesto progreso del rock anterior. El post punk no existe sin los Sex Pistols o Ramones; el free jazz no es nada si es que antes no había algo así como un “jazz encarcelado”. Paradójicamente la música rupturista es tan vanguardista y liberal como reaccionaria. La creación puede pretender como un quiebre con la tradición, pero no es una creación ex nihilo. Bebe de las aguas de la misma historia a la que se enfrenta. No inventa ni la rueda ni la pólvora. Más bien hace un remix que toma elementos de aquí y allá para una nueva alquimia. Si Chuck Berry fue una rebelión sónica a la forma en que se tocaba la guitarra, Hendrix es a su vez una rebelión contra la rebelión; por ponerlo en términos de Chesterton.
Los amigos de esta historia compartían ese origen de rebeldía en sus búsquedas de juventud. El hambre constante por sonidos nuevos, curiosos por explorar tierras extrañas que los sacaran de una realidad que les parecía chata y con ofertas trilladas. Pero lo quisieran o no, lo reconocieran o no, eran “alternativos”, alternativos porque querían otros sonidos que aún no estaban dados, por la búsqueda de una alteridad, una posibilidad siempre nueva. Eran alternativos porque eran inconformistas a las opciones que se les ofrecían. Querían ser únicos e irrepetibles y, una alternativa, era no tomar ninguna alternativa, no definirse, no encasillarse, no elegir un estilo predeterminado, no madurar si implicaba seguir un molde. No ser lo que se supone que se debe ser y refugiarse en la búsqueda constante para renunciar a encontrarse.
Pero la aplanadora de la vejez llega. El tiempo es un juez cruel e inexorable que todo lo devora. La indefinición en el gusto musical era sólo la punta del iceberg. El árbol que recién germina aún no define en qué dirección se petrificará su tronco, pero tarde o temprano lo hará.
Algunos jóvenes alternativos devinieron en diletantes. Aficionados y simpatizantes de todos los estilos y, al mismo tiempo, conocedores de nada. Eternos misceláneos sin un criterio de selección claro, sin querer soltar nada. Queriendo abarcarlo todo no sostenían nada. O, como dijo alguien alguna vez, quien es amigo de todos, no es amigo de nadie.
Otros evolucionaron en “hípsters”, su versión más moderna. Jóvenes acomodados e inconformistas de esa misma comodidad. En términos musicales, son melómanos esnobs que intentan huir de lo mainstreem a toda costa. Se refugian en bandas oscuras que nadie conoce, leen Pitchfork o Wire. Y al buscar su identidad caen en otra categoría, y se transforman en un molde más. Rechazan lo popular a priori; se alzan como jueces del verdadero arte. Elitistas que custodian las puertas del buen gusto, basados en la ramplonería de una novedad vacía.
Todos somos un poco así. La pulsión por el renombre es tan antigua como el mal. Gustar lo mismo que todos es vulgar, simple. Ser único es un deseo tan intrínsecamente humano como el dinero o el sexo. Por eso la demanda por exclusividad. Zapatillas, autos, barrios, teléfonos, restaurantes. Productos de “alta gama” para aquellos elegidos, aquellos que pueden acceder, que tienen el poder adquisitivo. Si el símbolo diferenciador no son cosas entonces puede serlo algo inmaterial como la cultura. Consumimos determinada música, entendemos su universo y participamos de sus ritos. Dime qué escuchas y te diré quién eres, o en qué escalafón de la pirámide social estás.
Músicas urbanas reclaman “falta de calle” a quien no las atiende. Músicas doctas reclaman “falta de libros” a la masa ignorante. En ambos casos son culturas en choque, pidiendo su espacio: Lo común y lo selecto; lo ordinario y lo extraordinario; lo simple y lo complejo, lo noble y lo plebeyo. Un hambre por música desafiante a los sentidos rechaza la simpleza de ritmos primitivos y tribales. Para algunas momias petrificadas devenidas en críticas de arte habría algo burdo en lo popular, algo chabacano que arrastra hacia el cuerpo, hacia el baile, al erotismo, la fiesta y la alegría. Dionisio está en la cumbia y en el rockanroll, ¿qué duda cabe? Por otro lado, la música docta empujaría a las alturas del espíritu. La partitura requiere un estudio previo, un plan de trabajo ordenado. Todo es formal, elegante, medido. No hay espacio para salidas de libreto, no hay espontaneidad, no hay desorden. Para la osada ignorancia, en la “música culta”, todo es gravedad y tedio, lleno de aburrimiento, de una solemnidad pastosa.
Pues ni lo uno ni lo otro. O al menos no si miramos en detalle. Hay algunos elementos ciertos en nuestros prejuicios. La música popular tiende a ser más simple que aquella escrita por quienes pasaron por la academia. Es, a su vez, esa misma simpleza la que le permite ser más accesible. La música clásica “aburre” pues es compleja y ajena, la música popular simple y familiar. Quienes interpretan la primera lo hacen por medio de férrea disciplina y laborioso esfuerzo del intelecto; la segunda permite que unos adolescentes que apenas saben tocar tres notas hagan “música”.
Pero por sobre todas estas generalidades aparecen los matices y las excepciones que confirman la regla. El hastío puede provenir tanto de la apreciación de algo ramplón o de estructuras complejas. Tal vez, porque las primeras son monótonas, unidireccionales. Tal vez, porque las segundas tienen demasiadas aristas que observar, requieren mucho trabajo para apreciarlas. O tal vez todo lo contrario, para algunos son esas propiedades de simpleza o complejidad lo que produce su encanto.
El zorro de Esopo intenta alcanzar las uvas. Uvas maduras, brillantes, jugosas y dulces. Salto tras salto aumenta su frustración. Simplemente no tiene la capacidad. Entonces ataca al objeto de su deseo; las desprecia y mientras se aleja despotrica: “al cabo que ni quería, esas uvas están verdes”. Zorros de este tipo hay en todos los ámbitos humanos. En materia de arte, y gusto en general, se condena aquello que no nos place, que no logra nuestra simpatía. Como el niño que declara la maldad intrínseca de los champiñones cuando lo que padece es un disgusto subjetivo. Así, algunos zorros musicales tildan de aburrida a tal música, o, aún más radicalmente, hablan de “mala música” para referirse a otra. Para quien no sabe de tigres, todos los tigres son iguales. De igual modo el ignorante pondrá en el mismo saco todo aquello que pueda encasillar desde sus prejuicios. A los oídos no acostumbrados a la ópera toda la ópera suena igual. Aquel que no ha explorado el metal todo el metal suena igual. Y así ocurre con todos los géneros. Claro, es evidente que si dos elementos pertenecen al mismo grupo entonces deben participar de alguna característica común. Si bien cada individuo dentro de una especie animal tiene características únicas; también tiene otras que nos permiten catalogarlo en ese grupo. Una doctora especialista en grandes felinos que pasa un año estudiando a una manada de leones en la sabana africana se familiarizará con cada uno de los miembros del grupo. Podrá conocerlos en particular, sus detalles únicos. Le pondrá nombres a cada uno y con ello demostrará que los distingue. Para nosotros, sólo será un grupo de leones. Unos más grandes, otros más pequeños, unos con y otros sin melena. Pero eso es todo lo que podremos saber. Simplemente no estamos capacitados para hacer las distinciones que la científica hace.
De la zoología a la musicología entonces. Cada exponente de un género musical tiene sus propios elementos únicos, pero solo aquel que ha observado al conjunto que compone ese género será capaz de distinguir claramente. Cuando alguien dice que todos los artistas de determinado género suenan igual simplemente está demostrando su ignorancia en la materia.
¿Y si la alternativa no sea una división clara entre ambos mundos? ¿Si fuese posible cruzar las definiciones dadas? No solo entre lo docto y lo popular, sino entre todos los géneros.
Dividir entre lo bueno y lo malo es el arte más importante de todos. Si tan solo fuese tan fácil separar las aguas. Si pudiésemos dibujar una línea para poner a un lado aquello que debemos aborrecer y condenar y al otro lado aquello digno de alabanza y deseo. Pero la naturaleza ama ocultarse. El bien y el mal se escamotean y confunden. Lobos con piel de oveja. Otros artistas vendiendo mierda, endiosados. Mientras otros verdaderos genios muriendo de hambre sin poder vender una obra, solos.
Entonces, aquellos con una claridad moral prístina, aquellos que pueden juzgar a ciencia cierta el bien y el mal, enrostran la necesidad de entrar en una trinchera para enfrentarse al enemigo. Se dice: Sea usted chicha, o sea usted limoná’; pero debe optar entre uno y otro. ¿Y si ambos brebajes nos repugnan? ¿Si hay una acides en ellos que no toleramos? No, podemos optar por jugo de naranja o un vino tinto. Y en última instancia cada uno puede elegir sus colores y banderas, y mezclar los brebajes como le parezca. Pero cuidado, en ese momento vendrán los jueces morales, los que poseen la visión clara y dogmática. Separarán las aguas entre justos y pecadores; marcarán las puertas y señalarán quienes son dignos entrar al cielo y quienes serán torturados en el infierno. Nos dirán que no se puede ser amigo de Dios y del Diablo; que, o estamos con ellos, o estamos contra ellos; que se debe escoger en qué lado de la historia queremos estar y, que ellos, obviamente, son el lado correcto. Entre rencores amargos, y defensas corporativistas. El pasto siempre es más verde en el templo de la secta y se verá una ciénaga infecta en la pocilga de los enemigos. Tuertos, con vigas en los ojos, señalando las pajas ajenas. Cuanta profundidad de Mateo para ejemplificar un terrible sesgo cognitivo.
Contra el maniqueísmo barato habla Alexander Solzhenitsyn:
"If only it were all so simple! If only there were evil people somewhere insidiously committing evil deeds, and it were necessary only to separate them from the rest of us and destroy them. But the line dividing good and evil cuts through the heart of every human being. And who is willing to destroy a piece of his own heart?"
Para el fascismo moralista deberíamos extirpar el cáncer para dejar un mundo aséptico.
Para aquellos iluminados en todos lados no se cuecen habas. La maldad no está nunca en sus ideas, nunca en sus filas. Olvidan el dictum parriano: somos embutidos de ángeles y bestias.
Evidentemente que se debe buscar el bien y evitar el mal, es, otra vez, el arte más importante de todos. Pero, otra vez: la naturaleza ama ocultarse.
Tal vez, la línea que traza el juicio entre "buenos y malos" es simplemente un profundo error intelectual, la suma de todo sesgo y prejuicio. No somos esencialmente malos como entes demoniacos, más bien miopes y torpes. Nuestros enemigos, como nosotros, también están condenados al anhelo del bien. Ahora, si las cosas son así, entonces debemos levantar la bandera de una diplomacia radical. Cruzar fronteras de todo orden para defender aquello que nos parece justo, pero cuidando el tono para llegar a acuerdos y pactos de no agresión. Un diálogo intelectual en el sentido prístino de los términos, como dos científicos desinteresados de mezquindades del mundo, sólo concentrados en la verdad.
Hanna Arndt, enfrentada a autores de actos inhumanos, reconoce que no encontró “grandeza satánica”. Cuanta falta les haría a esos dogmáticos sopesar lentamente esa idea. Mientras más estupidez los domina con mayor fuerza levantan monumentos a sus héroes y derriban los del enemigo. Atacan y persiguen con odio furibundo a los tiranos; a los asesinos y a los torturadores. Luego, con la misma pasión, defienden y justifican a los tiranos, a los asesinos y torturadores, siempre que compartan su credo.
¿Hay vuelta posible desde la cuestión ética a la estética? Separar la obra del autor es necesario si no queremos caer en absurdos. La verdad, la belleza y el bien no dependen de nuestra pequeñez. ¿Hay alguna diferencia en la verdad del Teorema de Pitágoras si descubrimos algún acto inmoral en su conducta? ¿Deja una pieza musical de acercarse a la belleza porque el compositor fue un horrible ser humano? ¿Deja de ser un bien darle de comer a un niño hambriento si quien lo hace es autor de crímenes inconfesables?
Tomás de Aquino aconsejaba al hermano Juan: “No mires a quien dijo, sino lo que es dicho con razón y esto, confíalo a la memoria”. Reconocer la verdad y el bien, incluso en quien no es digno de nuestro aprecio, es un acto de sabiduría y humildad.
Entonces, tal vez, desde una apertura a salir al encuentro de lo distinto, desde un inconformismo sano, de abrir los oídos a nuevos sonidos, podamos abrir también el corazón a otras formas de ver la vida. Sin prejuicios, con empatía y respeto. Haciendo el esfuerzo por entender al otro, a su cultura, a su historia.
Hay espíritus estoicos que proclaman ser ciudadanos del mundo. Contra los nacionalismos y chovinismos quieren absorber una cultura cosmopolita. Esto, por cierto, no implica la homogeneización de la diversidad. Sería un atentado a la naturaleza humana, a la riqueza de cada pueblo. Pensemos en un chef: Amante de la buena mesa se regocija en la comida y en los sabores que la componen. Viaja por el mundo queriendo probarlo todo. Se delita en la tradición culinaria de una región, en su identidad. Se asombra por los productos locales. Imagina usar esos ingredientes y fusionarlos con los de su propia tierra. Tiene sus preferencias, sus platos favoritos y otros que simplemente no le gustan. Pero tiene una actitud de apertura, de curiosidad. Trata de aprender; a gustar aquello que se le presenta. Mira desde un ángulo particular, intentando descubrir qué es aquello que vuelve a ese plato tan especial. Imaginémoslo cuando niño. Observaba a los mayores comiendo cosas extrañas y deleitándose en ellas. Él no se atrevía ni siquiera a acercárselas a la boca. Pero lo que era innegable, y se había grabado en su memoria, es que los mayores, aquellos que sabían cómo cocinar y cómo comer, gozaban con esos platillos. Partes raras de algún animal, salsas misteriosas y alimañas viscosas del fondo marino. Sus padres, sus abuelos y sus tíos se deleitaban, por ejemplo, en un ente tan extraño como los piures. Criaturas de las profundidades, encapsuladas en un meteorito de otro planeta. Habitantes de rocas ahuecadas, pintadas de lava. En el centro, corazones de canarios en rojo intenso; impregnados con la esencia yodada de todo el mar. El primer encuentro provoca rechazo. ¿Cómo alguien en su sano juicio podría comer y, disfrutar, inmundicias tales? Pero pasa el tiempo. Vuelven a aparecer en otra reunión familiar, una y otra vez. Y no sabe muy bien por qué pero vuelve a probarlos. Tal vez y quiere saber qué hay en ellos que él no alcanza a percibir, qué es eso que sus mayores gozan. En otra ocasión un nuevo intento. Esta vez los preparó su tía y están particularmente aliñados. No podría decir que experimentó placer, pero al menos no hubo asco, por primera vez. Hasta que un día, junto a un amigo. Una botella de vino blanco, tostadas y un plato generoso de piures con salsa verde. La conversación fluye, el vino relaja y apacigua el sabor a mar. Las tostadas crujientes hacen contrapeso a la viscosidad de los piures. Listo, logro desbloqueado. La experiencia como un todo queda en la memoria como un recuerdo feliz. Aquellas palabras de su amigo, la botella empañada, las tostadas y los piures cuchareados. Recuerda la luz amarillenta de la lámpara, el frío, el parlante que sonaba mal. El sabor intenso de la velada como un todo. Los piures como un tótem.
¿Por qué el acto cuasi masoquista de volver a intentar apreciar aquello que en primera instancia nos causó rechazo? ¿Por qué no simplemente olvidar tajantemente lo que no fue un amor a primera vista? Tal vez una intuición, la idea inconsciente de que hay algo ahí que no se ha revelado. Necesita una vuelta, dejar que crezca en nosotros. Como rumiar una idea nueva, como la maduración de un vino. Tal vez y es una disposición del espíritu, una mirada que esta dispuesta a dejarse conmover. Y nuestro chef se comunica con Dios por medio de la comida o, al menos con algo que lo fascina y no termina de comprender. Como un misterio magnético que lo atrae con pasión devota. Vibra con la comida, se emociona con los sabores. Ahí está su historia, sus desvelos, sus amores.
Luego transmitimos todo del paladar al oído. La vida vista como un gran banquete que probar; o, ahora, una sinfonía de un ballet universal. A veces asistimos como espectadores pasivos, y nos conmovemos, o pasamos de largo y nos perdemos el espectáculo. Otras veces sentimos que nosotros mismos estamos en escena.
Amamos la música como un todo, como un universo en expansión. Contemplar la música es mirar al misterio, al fondo marino, a la mente humana, a las estrellas en el espacio. Es enfrentarse a una ventana para asomarnos desde ahí a la existencia misma.
Todas sus formas, todos sus colores. El sonido y el silencio, el ruido estruendoso y el susurro del viento, la voz humana y el canto de los pájaros. ¿Qué es música finalmente? Según Luciano Berio es “todo aquello que escuchamos con la intención de escuchar música”. Una propuesta radical y que escandaliza a quienes necesitan la intencionalidad creadora de la razón humana. Si estamos de acuerdo con Berio, ¿no llegaríamos a aceptar que un urinario puesto en un museo puede ser llamado arte con la misma justicia que un cuadro de Van Gogh? ¿Basta que una mayoría o un grupo de críticos expertos llamen a algo arte para que este sea arte?
Un compositor es un animal sensible a los sonidos. Transita por el mundo con sus orejas despiertas. Su mente busca sonidos como el entomólogo mariposas con una red. Una conversación de una mesa vecina en un café es diálogo entre dos instrumentos sonoros. No sabe qué dicen, no sabe por qué a veces no quieren ser escuchados y bajan la voz y susurran. Pero en sus palabras aparece la música. Se mezclan con otras voces en la trastienda del café. Con sonidos de platos y tasas. Hay una radio a lo lejos con música trap. Unos loros tricahues cantan en la copa de un árbol y pasa un avión. Hay también un sonido de fondo. Un zumbido, tal vez de una heladera. Ese sonido le gusta, fija su mirada oído en él. Tiene un ritmo constante, una oscilación que no alcanza a pasar de una nota a otra. ¿Será un cuarto de tono, como mucho? Luego piensa cómo llevarlo a la orquesta. Tal vez y podría intentar con los contrabajos. La tuba también podría alcanzar algo similar. ¿Será demasiada la osadía instalar un refrigerador en el Teatro Municipal? Ahora necesita nombrarlo. Toma su teléfono y busca “zumbido”. Se define como un “ruido continuado y ronco, como el que se produce a veces dentro de los oídos mismos”. De inmediato piensa en el zumbido agudo del mosquito; también en el “pito” en el oído. Ninguno de los dos es “ronco”. La segunda definición lo deja pensando: “dicho de algo inmaterial, estar tan inmediato que falte poco para llegar a ello”. El diccionario ofrece también un ejemplo esclarecedor: “No ha llegado aún a los 40 pero le zumban”. El zumbido, piensa, tiene una presencia constante, como algo que nos azuza, como una mosca molesta. O un recuerdo de algo que no nos deja en paz. Hay una repetición, esa tensión tan trillada por los compositores de música de terror para expresar la amenaza latente.
El compositor está percibiendo un paisaje invisible, una paleta de colores, sabores, sonidos sobre la que echar mano. Bebe directamente de las vibraciones que la vida misma le ofrece.
Cuando está con otros a veces pierde contacto con la realidad. Se concentra en esos sonidos que son irrelevantes para el resto. Cuando la conversación lo aburre no tiene coraje para huir gentilmente, como debería hacer. Lo que hace es cambiar el foco de atención y fijarse en su interlocutor como un objeto de estudio en un tubo de ensayo. Guarda una dosis de consciencia para poder simular interés en el contenido del discurso. Asiente y sonríe imitando a su contraparte. Pero no le interesa nada de lo el otro quiere comunicar. Sin embargo, se fascina con el timbre de su voz. Como eleva el tono al final de casi todas las frases al mismo tiempo que sus cejas se arquean. ¿Por qué habla como en estacato cuando sonríe? Las manos son particularmente expresivas, como si cada hablante fuese su propio director de orquesta y dirigiese su discurso como una sinfonía. Marcando pausas y énfasis.
O las personas, o los pájaros, o los truenos, o el mar, o un taladro, o un tren. Todo aquello que suena puede ser interesante y atraparlo. La belleza del sonido aparece en las fuentes más extrañas. Pero su experiencia no termina ahí. Hay otro elemento musical que fascina por sobre cualquier otro. El silencio…
Se presenta como la quintaesencia del misterio musical. Su experiencia lo conecta con el misticismo. Una manifestación de lo inefable, de aquello que escapa a cualquier conceptualización. Toda metafísica y toda religión vuelven de una u otra manera a él. ¿Es el silencio algo fuera de nosotros o sólo un estado de la consciencia? Si está fuera de nosotros, el árbol que cae en la mitad de la nada sí produce un ruido. Si el silencio es sólo manifestación de la subjetividad, entonces la caída del árbol fue muda.
El compositor que imaginamos piensa en esos ruidos que nunca alcanzaron un oído. La propagación de ondas en el aire ocurre, confía en la física. Pero luego el sonido y el silencio, y con ellos la música, sólo ocurrirían en la medida en que un receptor pudiese acogerlas.
Ve árboles meciéndose a lo lejos, o el ramaje verde entremezclándose con la luz del sol. Observa a una persona hablar con otra detrás del vidrio de un autobús. No escucha nada de ello, pero ve los cuerpos moverse. Piensa que en última instancia todo se agita y vibra. Una partícula interactúa con otra y en el juego de ese baile dan forma al Universo. Y ahí están esos movimientos invisibles, incapaces, por ahora, de ser percibidos. Pero zumban ahí, latentes, como queriendo ser descubiertos, como pidiendo que nos arrodillemos y pongamos una mano en la oreja para saber que nos están diciendo.
Cuando termina su café paga la cuenta y se dirige a la salida. Pasa junto a la fuente sonora. Se agacha frente a la heladera con la mano enla oreja, como un abuelo medio sordo que quiere escuchar a su nieto. Cierra los ojos un par de segundos e inspira. Trata de atesorar el regalo. Se incorpora y ve a la joven garzona detenida, mirándolo con extrañeza. Él la mira con una sonrisa y le dice: -Música, amiga mía, música.