¿Por qué no hay que escribir?
I
Las palabras son a las cosas como el calendario al tiempo; intentos de atrapar aquello que se escapa como el agua entre los dedos. Simulacros que montamos como puntos de referencia. Las lenguas son esqueletos que sostienen ideas. Tal vez, sólo tal vez, las ideas sean independientes, no la estructura que las sostiene.
Piénsese en este poema de un autor que no recuerdo:
Un milagro
Conservo algunos episodios milagrosos
En una noche oscura un mensaje de mi padre
Me decía: la luz de la luna con mesura:
“alivia a los intoxicados de filosofía”
Y no había luna en la ventana
Y como no había luna, me aferré a la palabra “luna”
Me dormí filosofando sobre una imagen de la luna
Y la noche ya no fue oscura
Las palabras son polvo así como todo hueso también lo es: nace y muere en el silencio. Toda palabra será olvidada y transformada en un mero sonido ininteligible y sin referencia a algo. Y, sin embargo, la idea detrás que alguna vez quiso aprehender, puede seguir ahí esperando un nuevo nombre.
Nuestros vocablos son un intento inútil, o al menos, fugaz y perecedero, que no logra penetrar en la realidad inmutable de lo que siempre es. Y, sin embargo, aquí estamos: buscándolas y encontrándolas.
Lo más digno sería el silencio, en segundo lugar la música y por último las palabras.
Que quede como advertencia entonces, que este escrito es imagen imperfecta, que detrás de las palabras hay una realidad muy difícil, si no imposible, de nombrar.
Corro el riesgo. Sé que lo que digo no es todo lo que quiero decir, sé también que lo que digo puede significar otra cosa.
¿No es acaso jugar un poco a la mentira?
Decir “árbol” sabiendo que aquí no hay un tronco, que no hay raíces bajo la tierra.
Si tengo que aceptar entonces que digo cosas falsas, créeme, entre ellas, intentaré traspasar los límites y decir alguna cosa cierta. Tendré que decirlo de modo extraño, pues las puras palabras no alcanzan. Habrá que incluir en este relato algo de música y algo de silencio.
Y seré majadero. De un tiempo a esta parte el silencio se me ha mostrado como un refugio. Más bien un templo. Hay ahí un profundo misterio. No hablo sólo del silencio físico, sino también del silencio mental, la ausencia de “Logos” o “Verbo”. El silencio como vacío infinito y al mismo tiempo preñado de toda posibilidad. Frágil, ingrávido, poderoso y real.
El silencio no juzga y así no se equivoca. No hay sentencias, hay algo tácito que me parece gritar más verdad que todas las palabras juntas. Un silencio más elocuente que las palabras dice una cantante que no quiero recordar.
Y sin embargo, aquí estoy. Arrojado sobre el texto sin saber muy bien por qué. Como queriendo atrapar algo que sé imposible.
El silencio fue la alternativa de los escépticos más radicales. Inundados de dudas prefieren no nombrar las cosas. Debo confesar que son mis hermanos mayores. Partiendo por el maestro de todos ellos: Sócrates. Eso de “sólo sé que nada sé” es de una radicalidad tal a la que no se le hace justicia. Los “maestros” de filosofía enseñan el dato histórico, la cita interesante a recordar para un examen. Pero en la práctica no se enseña a dudar. Al contrario, se enseña a saber respuestas, a acumular conocimiento y no a poner en entredicho lo que nadie cuestiona: esa es la labor.
Y otra vez, aquí estoy. Dejando letra tras letra como si supiese algo. Afirmando y negando a diestra y siniestra. Como si pudiera enseñar yo algo.
Persiste un “sin embargo” muy pesado, muy majadero y obstinado. Detrás del “solo sé que nada sé” lo único consecuente es el silencio.
Un alternativa: dejar lo hasta aquí dicho de lado y escribir abrazando el juego. ¿Sería un decir falso?
Tal vez… “Sabemos decir muchas mentiras, pero también, si queremos, decir la verdad”. Joder, por este comienzo yo me quedo con Hesíodo antes que con Homero.
Hacer creer que se sabe lo que se dice. Afirmar con seguridad, criticar de forma convencida, ser un agitador en un sitial. Firme y estable.
De este modo las palabras crearían un mundo sostenido en sí mismo. No un espejo a la realidad, al menos no de forma directa, un mundo con sus propias reglas donde se puedan crear las propias leyes físicas.
O tal vez acudir a los números, a la exactitud de las matemáticas:
En las métricas endecasílabas
encontramos fórmulas misteriosas.
O construir textos lúdicos que no digan nada, pura verborrea barroca para hacer cosquillas a lo eterno.
Y por si lo anterior no fuese suficiente, podemos pasar a contemplar la condición humana. El dolor y el sufrimiento que convive con la esperanza. Mientras en la calma de quien está bien alimentado invocamos a la felicidad. Afuera del palacio Gautama despabila: ¿Calma en la injusticia, frente a la labor imposible de vencer la muerte?
Recluirme en la trinchera, guardar un silencio más humilde sobre aquello que no se puede decir con justicia. Seguir el dictum de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar es mejor callar”, o “A lo que se dice y puede decirse (proposiciones significativas de las ciencias naturales, pseudoproposiciones de las matemáticas y aun proposiciones de carácter ontológico) se contrapone lo que se muestra y esto es lo místico”.
Armando Uribe en torno la figura de Juan Luís Martínez:
“Pasó de escribir a publicar, un paso mortal y fatal […] Martínez… un ejemplo. Alguien que cree y considera que no se puede hablar; que no se puede escribir; que no se puede vivir ni ser. Y sin embargo, hace todas estas cosas! ¿Qué es lo que está probando? Está probando que aunque no valga la pena, hay que pasar por esas penas.
En materia de poesía no hay conclusiones precisas, en materia de poesía no hay conclusiones, así como no hay comienzos. En materia de poesía en verso, escrita, no hay ni lo uno ni lo otro. Son expectoraciones de pobre gente, que yo llamo respetable. De pobre gente que sabiendo que no se puede escribir nada, que no se puede reproducir nada, que no se puede vivir nada, que no se puede vivir, y , sin embargo, algo escriben, por decir “escriben”. Yo me pregunto cómo diablos escribía este hombre: ¿con lápiz, con lapicera, con bastones, con paraguas? […] ¿Cómo escribía? Yo no sé. Sabiendo que nada de lo que existe merece ser conservado: “paraguas”.
Ahora bien, por otro lado está el amor a las palabras. La necesidad de nombrar para distinguir la realidad, para signar las cosas.
Hace poco regalé un libro, Loa a la Tierra de Beyun Chul Han. El destinatario me regaló de vuelta una idea que encontró allí. En el texto, Han habla de su afición a la jardinería. Se detiene en los nombres de las flores y sus misterios. A propósito cuenta una historia de Walter Benjamin: “Dicen que en la isla hay diecisiete especies de higueras. Se tendrían que conocer sus nombres, se dice a sí mismo el hombre que hace su camino bajo el sol”. Luego añade Han:
Así pues, cada especie de higuera es singular e inintercambiable. La singularidad prohibiría nombrar diecisiete especies de higueras con un único nombre. El nombre genérico eliminaría su singularidad, su especificidad, sus nombres propios. A causa de esta singularidad cada especie de higuera merecería un nombre particular, un nombre propio: merecería ser llamada, interpelada por su nombre específico. Como si el nombre fuera la evanescente clave que permitiera el acceso a la esencia, al ser; como si el nombramiento y la interpelación por el nombre propio fueran los únicos que aciertan a dar con la esencia. Violaríamos el ser de la respectiva especie de higuera si sometiéramos su diversidad bajo un único nombre, bajo una única designación genérica. Únicamente se podría interpelar a lo singular. Únicamente el nombramiento, la interpelación por el nombre propio proporcionaría la clave para experimentar la respectiva especie de higuera. Hay que entender bien que no se trata de conocimiento, sino de experiencia. Experimentar es una especie de interpelación o de evocación. El objeto de una experiencia auténtica, es decir, de la interpelación, no es lo general, sino lo singular. Lo singular es lo único que posibilita encuentros.
Desde que me dedico a la jardinería trato de aprenderme de memoria el mayor número posible de nombres de flores. Han enriquecido mucho mi mundo. Supone una traición a las flores tenerlas en el jardín sin conocer sus nombres. Sin nombres no es posible interpelarlas. El jardín es también un lugar de interpelación. Un modelo de esto es la Diotima de Hölderlin.
Su corazón se sentía en casa entre las flores, como si fuera un de ellas. Ella las llamaba a todas por sus nombres y por amor a ellas creaba nombres nuevos y más hermosos, y sabía con toda exactitud cuál era la fase vital más jovial de cada una de ellas.
Nietzsche concibe la asignación de nombre como ejercicio de poder. Los dominantes “sellan cada cosa y cada suceso con un sonido y de ese modo, en cierta manera, toman posesión de ellos”. Por consiguiente , el origen del lenguaje sería la “expresión de poder de los dominantes”. Los lenguajes son “reminiscencias de las antiquísimas apropiaciones de las coas”. Para Nietzsche, cada palabra, cada nombre, es un mandato: ¡Debes llamarte así!Según eso, los nombres son cadenas.
El nombramiento es un empoderamiento.
Sobre esto yo pienso de otro modo. En un bello nombre de flor yo no percibo un mandato, una pretensión de poder, sino un amor, un afecto. Diotima, como dadora de nombres, es un ser amoroso. Por amor da a las flores los nombres más hermosos. Los nombres son palabras de amor.
¿Qué hacía Adán cuando ponía nombres? ¿Jugaba al señor poderoso cuyo mandato era someter la creación o era un acto de amor? “Adán puso nombre a todos los animales y a las aves de los cielos, y a todo el ganado del campo”. El mandato: “sed fructíferos y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla; dominad a los peces del mar y a las aves del cielo, y a todos los reptiles que se arrastran por el suelo”. Pero los nombres no crean las cosas, a menos que el poeta fuese Dios como quería Huidobro. Sólo Dios “vivifica a los muertos y llama a las cosas que no existen como si existieran”. Nosotros nombramos lo ya creado, pero no llamamos a la existencia lo que no existe.
Borges parece discrepar:
Si (como afirma el griego en el Crátilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Me cuesta creer que Platón estuviese hablando en serio. Aquí no hay “árbol”, aquí no hay “luna”. Los nombres como instrumentos circunstanciales; la verdad provisoria como emblema socrático, el espíritu de la ciencia que se devora a sí misma: El Uroburos del conocimiento. Escribimos teorías para que sean refutadas por otros, y así la serpiente se va ensanchando.
Pero “es lo que hay”, las palabras y el lenguaje servirán para comunicarnos y avanzar en la técnica pero el espíritu es Sísifo una y otra vez discutiendo pies de páginas a Platón: No hay progreso en filosofía, sólo eterno retorno.
Tampoco voy a caer en la tontera de Derrida, eso de que “no hay nada fuera del texto” se responde agarrando el texto y tirándoselo en la cabeza. Los mismo para Platón y los idealistas.
II
Un torpe intento:
El tiempo preñado se espesa, se ralentiza. La concentración como un ensimismamiento, como el punto de fuga hacia el centro de uno mismo. No un idiotismo autocomplaciente, más bien un viaje al encuentro del diálogo del alma consigo misma. Cierta alienación del exterior. Una pausa de desconexión y al mismo tiempo de conexión. Como un resorte. Como un impulso de nuevos aires. El paisaje sonoro se abre y hay una sinfonía constante entre el canto de los pájaros y el ruido de los motores. Vivo inmerso en ese mar sónico, me inunda en todas partes, todas. La pregunta ahora es por qué la fijación, por qué la atención a esas dos fuentes tan dispares y en principio antagónicas. La maquinaria y su rugido, su disonancia y estridencia. El apuro, la eficiencia, la urgencia. Las bocinas como gritos de impaciencia, de ansiedad. Viajes que no quieren ser viajes, que sólo quieren ser destinos. Sin tiempo, sin alma. Fría maquinaria que quema combustible y bota humo tóxico. Sonidos de ires y venires, un oleaje de ronroneos de lata. Y a pesar de su fragilidad, entre la furia y la indolencia de los pasajeros se cuelan los pájaros. Tan sutiles, tan gratuitos. Detenidos en una rama que el viento mece; diciéndole algo a alguien, que nadie entiende.
III
Ni siquiera sé lo que sé, un estado de incertidumbre. Vuelve otra vez la duda, la grieta abismal. El resto del tiempo es una máscara, una inconciencia mecánica. Crece el desprecio por el tráfago mundano, el mundo se vuelve plástico, insustancial. Vuelvo a ser Sísifo, vuelvo a trabajar en la oficina de partes, gris y fría, pero me niego a trabajar. Mi vecino en el cubículo de al frente me alcanza un papel con una frase:
“Pasar de los fantasmas de la fe a los espectros de la razón no es más que cambiar de celda, el arte nos libera de los fetiches convencionales y obsoletos”.
Entonces nunca más escribir una puta línea con la intención de “hacer” poesía. ¿Cómo pretender la libertad si sólo se da en un “hacer”? Habrá que tener otro grado de conciencia, un compromiso radical más allá del oficio. No es un hacer, es un ser. Gonzalo Rojas sobre la vida poética: “Yo asumí desde muy muchacho la poesía como conducta, es decir, como un trabajo solidario entre el ver poético, la videncia poética y la tarea de liberarnos a nosotros mismos como individuos, como pueblo y como destino”.
La vida de grandes infelices, pues la felicidad está sobrevalorada, qué es ese lujo de pretender ser feliz en el trabajo: uno debe hacer lo que debe hacer y ya está. El trabajo no dignifica, es un castigo, una puta mierda que hacemos para comer. A mi devuélvanme al Paraíso donde se comía sin sudor, ahí donde somos cigarras y cantamos todo el día. Júbilo del dolce far niente.
IV
El que escribe pierde
Si se requiere saber algo para escribir (o enseñar) entonces el que escribe dice saber, y el que cree saber ya no busca ese saber que cree sabido. Ahí está la trampa.
¿Para qué leer a un aprendiz ignorante? Yo escribo y sólo sé que nada sé.
Los guardianes de Platón se emboban mirando a lo alto y deben ser obligados a ocuparse de política, a embarrarse las manos. No saben nada del tráfago y deben gobernarlo.
El poeta no sabe nada pero vive. Nadie lo obliga pero se inmola y publica sin la pistola al pecho.
Los poetas podrían no escribir.
¿Por qué lo hacen?
Son amantes, son un niño enamorado de su vecina 20 años mayor. Sabe un amor imposible. Escribir es ese amor imposible y pobre, un acto miserable.
Lo que se escribe es siempre tentativa… un gesto que señala lo que aún no se sabe, lo que queda por descubrir.
E(A)⟹¬T(A):
Si A (E)nseña (o escribe), entonces A niega el verdadero conocimiento/ (T)rue Knowledge.
V
Antes de tomarnos muy en serio, no vayamos a ponernos hueónes. Cuidadito con los “tontos graves” de la Cacademia que denunció Parra. No se malinterprete, festín y jolgorio con palabras estrafalarias encontradas en el diccionario. Aplausos a la prosa elegante, docta y concisa. Pero las voces de la calle tienen un encanto vivo delicioso.
A mí una buena chuchada me puede conmover tanto como una idea de Aristóteles. Los alumnos lo huelen, lo veo en sus caras. Hay algo falso en las salas de clases, algo que no es real. Se aprende más en el patio y en el recreo que frente al viejo de filosofía.
VI
A las finales, respondo diciendo: