El día después...

 


En esta posada enloquecida pienso en la hora más alta de la noche. Intento conciliar el sueño pero diosecillos domésticos desordenan los trastes con estruendo.  Se me ha dicho que el mañana ya vendrá y que basta con leer a los antiguos para asegurar el instante presente.  La renuncia estoica contrasta con la palmaria evidencia: el mañana se emperifolla  y sale a bailar. El baile es uno tan antiguo como el Tao, un meneo de seducción, un juego coqueto. Entonces le creo, acepto su presencia aún no consumada y me dispongo a las artes mágicas y oficio de prestidigitador.  El día después de mañana un nuevo rey gobernará la ciudad. Los militantes derrotados guardarán entonces fuerzas para otra batalla, amasando sus rencores y escabechando ponzoñas. Aquellos en la cavernas y los campos miraremos desde el palco, usted quizá, se unirá en dicha o llanto. O, tal vez, contemplará desde un sitio donde, sea uno u otro el ganador, todo seguirá por donde debe seguir. Yo escucho a los árboles del parque que ayer parecían hablarme, riéndose de las cuestiones  humanas, de la nimiedades de nuestros esfuerzos y vanidades.   

Pensemos entonces, y permítame auparme en otros hombros: 


“Todavía soy capaz de tener esperanzas de que puede haber un intercambio cortés de ideas entre dos personas; que todavía no hemos alcanzado la fase en que todos estemos herméticamente cerrados, cada cual en la arrogancia colectiva y la desesperación de su propio rebaño”. 


La misma esperanza de Thomas Merton me mueve hoy. Antes de que cada ciudadano se encierre, aún más, en su tribu, en su grupo identitario, en su grupo cerrado donde los otros son la amenaza. La verdad de la milanesa es que, como dice mi amigo Merton, “tenemos una dificultad común” y debemos ¨tratar de resolverla juntos”. 


Entonces, ni usted ni yo deberíamos excluirnos de esta reflexión, como dice otra vez mi amigo: “no estoy seguro de que sea honroso quedarse a un lado como testigos inermes de un cataclismo”. 


Asumamos que somos pensantes, intelectuales en su sentido más prístino, es decir, personas comprometidas ante todo con la verdad, lejos de campañas e intereses de segundo orden, y, por supuesto lejos de partidos o “rebaños propios”. Mentes al servicio de la verdad y nada más que la verdad. Aquí debe operar todo lo contrario al fanático de la barra brava. El equipo contrario debe ser respetado en sus méritos, se debe dignificar la grandeza del contrincante. De lo contrario, ¿Qué mérito hay en combatir contra poca cosa?


No se confunda, hay que tomar decisiones: “Un testigo de un delito que no haga más que quedarse a un lado anotando mentalmente el hecho de que es un espectador inocente, con ese mismo hecho tiende a ser cómplice”. Tal vez desde ahí todos salen a manifestarse, a jugársela contra aquella tiniebla de injusticia contra la que valientemente salen a combatir. 


Pues bien, “aquí estamos, en un estado de difusa irritación y duda, mientras ellos luchan entre sí por el poder de todo el mundo”. Ellos son los que desean el poder y “nuestro resentimiento es lo que nos ajusta más perfectamente para ser instrumento de ellos”. No basta seguir al líder, lo que ellos quieren es que veamos al otro como la antítesis, que odiemos al contrincante y sus seguidores y lo amemos a él. 


Todo depende entonces de los hombres de ideas, aquellos que no son instrumento en un engranaje y obedientes militantes sino que pueden dudar libremente: “Por eso es sumamente importante que no cedamos a la desesperación [gane quien gane], abandonándonos a lo ‘inevitable’ para identificarnos con ‘ellos’. Nuestra obligación es rehusar creer que su pretensión es ‘inevitable’.” 

Pero cuidado, que los lobos, todos ellos que buscan el poder, juegan a vestirse de ovejas, decir lo que no son: “Ya es raro que un intelectual conserve su sentido del juicio cuando ‘ellos’ cambian de máscara y renuevan etiquetas y se ponen otros emblemas”. El trasvestismo político no tiene color y a ‘ellos’ “les interesa sobornarnos para que les demos un nuevo nombre, una falsa identidad […] no hemos de dejar que nuestra vanidad les proporciones pasaportes falsos.” 

Ahora bien, “supongamos […] que no nos interesa su dinero, o su benevolencia oficial, o su protección  o los gratos empleos oficiales que nos pueden asegurar, con tal que pongamos nuestro resentimiento a su servicio”. La prostitución de nuestro intelecto a la fuerza de una ideología, antes que a la verdad, es la renuncia a nuestra participación en una vida humana que se valore. 

Sin un pensar crítico, sin amor a la verdad, lo que nos mueve son falsas promesas y fantasmas, de ahí a la barbarie no hay tanta distancia: “Es el terrible vacío espiritual en que puede meterse la malevolencia, como un relámpago, para producir una explosión universal de odio y destrucción”.   

Merton me conmina y yo a usted como puente:

“Cuando nos ‘ponemos a un lado´, tratamos de pensar en nosotros como independientes, como asentados en nuestros propios pies. Es verdad que como intelectuales debemos afirmarnos en nuestros pies, pero no se puede aprender a hacerlo mientras no se reconozca hasta qué punto se requiere el apoyo de los demás. Y nuestro deber es apoyarnos mutuamente contra ellos, no ser apoyados por “ellos” y utilizados para aplastar a los demás. ‘Ellos’, desde luego, nunca han estado en condiciones de apoyar a nadie. ‘Ellos’ nos necesitan pero no necesitan nuestra fuerza. No nos quieren fuertes, sino débiles. Nuestro vacío es lo que ‘ellos’ necesitan, como justificación para su propio vacío. Por eso su apoyo llega siempre y sólo en forma de sobornos. Nos alimentan para que sigamos durmiendo. Nos  pagan para que nos callemos, o digamos cosas que no agiten la lisa superficie de ese vacío del que, en su momento, ha de surgir la chispa y provocar la gran explosión de todos los hombres. Y ahora, una última pregunta. Probablemente, es la que menos le gustará de todas, pero tengo que hacerla. ¿Nos queda alguna elección? ¿No tenemos que marchar a donde marchan todos los demás, y gritar tan locamente como ellos? Peor aún, ¿no somos ese tipo de espectadores cuya misma ‘inocencia’ les hace culpables, les hace blanco del terror arbitrario? Si ese es el caso, y si somos capaces de darnos cuenta vagamente de lo que significa, casi con toda seguridad no sabremos resistir a la última tentación, la más degradante: la tentación del intelectual inocente que se precipita frenéticamente a la colaboración con ‘ellos’, prestándose a todo envilecimiento, seguro de que se le prepara para la destrucción, y, en definitiva, pidiendo que se le envilezca tan a menudo y tan sórdidamente como sea posible antes de que tenga lugar la aniquilación final”.


La hebra sensible contra la propaganda, contra el “llame ya” y obtenga esta oferta ‘imbatible’ e ‘inevitable’. El intelectual debe ser un faro para combatir el populismo, para denunciar los ofertones de publicistas devenidos en políticos. Campañas publicitarias y  campañas políticas que no buscan informar, si no que buscan hipnotizar a las ratas de Hamelin. 

¿Qué hacemos entonces, mi buen amigo? “No me toca a mí ofrecer el mismo tipo de programa claro y total de acción que es la gran tentación de ‘ellos’ y su engaño […] todo programa definido es ahora un engaño, todo plan exacto es una trampa, toda solución fácil es un suicidio intelectual”.  Y aquí nuestro querido Thomas Merton suelta su misticismo como renuncia cristiana, como antes la aceptación estoica de un destino anterior a las pasiones humanas: 

“Hay una cierta inocencia en no tener una solución [¡inocente Sócrates y todos los socráticos verdaderos entonces!] Hay una cierta inocencia en un tipo de desesperación: pero sólo si hallamos salvación en la desesperación. Quiero decir, desesperación de los hombres y sus planes, para tener esperanza de la respuesta imposible que queda más allá  de nuestras condiciones terrenales, y, sin embargo, sólo puede irrumpir en nuestro mundo y resolverlas si hay algunos que conservan esperanza a pesar de la desesperación. Las verdaderas soluciones no son las que imponemos a la vida conforme a nuestras teorías, sino que la vida misma ofrece a los que se disponen a recibir la verdad. En consecuencia, nuestra tarea es disociarnos de todos los que tienen teorías que prometen soluciones claras e infalibles, y desconfiar de todas la teorías semejantes, no con espíritu de negación y derrota, sino más bien confiando en la vida misma y en la naturaleza, y, si usted me lo permite, en Dios, sobre todo […] Para llamarnos inocentes tenemos que negarnos a olvidar esto, y hacer todo lo que podamos para que los demás se den cuenta de ello”. 

Ahora estoy de vuelta en el parque y los árboles se mueven asintiendo a las palabras de Merton. 

La reflexión del autor termina recordando la historia del rey y su ropa nueva. El intelectual, no sólo el que profesionalmente se dedica a la reflexión, si no que todo aquel que quiera pensar por sí mismo, debe ser como ese niño inocente que denuncia la desnudez real. Merton nos exhorta a que debemos hacer lo que el niño, “y seguir diciendo que el rey va desnudo, a costa de ser condenados  como delincuentes”.  Sin ese grito, concluye Merton, la estupidez de creer en los estafadores pudo pasar de una anécdota risible a una cosa más seria, todos el pueblo hubiese caído en una suerte de locura o mentira: “El grito del niño fue lo que los salvo”.


Lo último que quiero recordar son dos reflexiones prestadas. Contravenir a Parra, para decirle que la izquierda y la derecha unida pueden ser vencidas. Esto de la mano de otro amigo, Dimitry Ivanovich Pisarev: “todo lo que pueda romperse, hay que romperlo; lo que aguante el golpe, será bueno; lo que estalle, será bueno sólo para la basura. En todo caso, hay que dar golpes a derecha y a izquierda: de ello no puede resultar nada malo. 


El intelectual, el científico, el filósofo, el periodista, etc. deben morder al poder independientemente del color. Cuestionarlo  e incomodarlo, venga de donde venga, denunciando al rey desnudo. Se trata, creo, de un sano escepticismo. No niega la posibilidad de un rey vestido de virtudes cardinales, pero sabe que las probabilidades son bajas.

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