Matar un pollo
En primera instancia no pretendía hacer una mayor elucubración al respecto. Lo que me interesaba era la experiencia. Dentro de mi lista de “cosas que hacer antes de morir” se encontraba dar muerte al animal que luego pondría en mi plato y, ahora, con el aire apocalíptico circundante en la pandemia, y el tiempo libre, me pareció que ya era hora.
Cuando comenzó todo esto con Francisca decidimos venirnos al campo, donde sus padres. El campo es un espacio abierto donde el encierro no se siente tal. Si no es por internet no me entero de nada. Ahí sigo atento a todo el asunto de la crisis. Debo confesar que la imagen del fin de la humanidad me entusiasma intelectualmente, no sé si hay algo torcido en lo que digo pero creo que me puedo justificar. No es que piense atentar contra el resto de los seres humanos ni mucho menos que lo desee, pero siendo honesto algo en mí, al menos teóricamente, disfruta de pensar en escenarios extremos, en la necesidad de replantear todos los cimientos civilizatorios.
Puestos en esta contingencia es que comencé a mirar a las gallinas como algo más que esos bichos simpáticos que picotean por aquí y por allá. Sé que es innecesario, pero no puedo dejar de pensar que si los eventos se conducen de determinada manera, no dudaría en atreverme a terminar con la vida de una de esas aves para ponerla en la mesa. Así llegué a adelantarme a la necesidad y pedí me dieran permiso para matar una gallina y ponerla al horno. Tuve la venia de mis suegros sin ningún pero. Podríamos ir al súper y comprar una bandeja de tutitos de pollo, pero no, yo quería enfrentarme a la bestia cruda, a las plumas y al corazón aún palpitando.
Era temprano, toda la noche anterior estuve algo despierto pensando en el encuentro. Alguna vez había dado el golpe de gracia a algún pejerey en una pesca de la infancia. La inexpresividad del pescado, su incapacidad de manifestar el dolor de la agonía frente al impacto en la roca, salvo algún estertor, hicieron que no me conmoviera aquella vez al terminar con su vida. Ahora me enfrentaba a una criatura más elevada, aún no un mamífero, pero sí un animal más cercano, tal vez algo más “humano”. Lo primero fue seleccionar a la víctima, una gallina gorda y de apariencia lozana. Ahí fijé la mirada, era la indicada, no importaba si otra estaba más cerca, era esa, la elegida que serviría al rito iniciático.
Dentro de mi ignorancia supina en labores campestres al menos ya había tendido la experiencia de atrapar una gallina y sostenerla en mis brazos. Ya sabía cómo “domar” a una de esas criaturas: afirmar las patas con un puño firme y acariciarla suavemente con la otra mano. Ahora no era, evidentemente, un interés cariñoso, no era la ternura. Ya en mis manos ahora era el instante de la sangre fría. Estaba en mis brazos reposando en su último momento, su vida estaba literalmente en mis manos. Dudé, dudé eternamente en fracción de segundos. Si su muerte, si su sacrificio era mi salvación, no habría duda, pero no era el caso. Volví a pensar, aún podía ir al supermercado. Pero no, quise adelantarme a esa posibilidad, me incomodé en la barbarie autoimpuesta como poniéndome a prueba, preguntándome si tendría las agallas. En cierta medida pensaba que de no poder hacerlo debería volverme vegetariano, si no podía matar al animal que me iba a comer entonces no tenía derecho a hacerlo. ¿Y si la pandemia se exacerba? ¿Si los chinos desembarcan en EE.UU y es el comienzo del fin? ¿Si todo esto es la confirmación de las conspiraciones reptilianas y ahora viviremos como en una película de zombies? Matar un pollo no era un mero gusto, era un deber ético, un aprendizaje perentorio ante la amenaza latente.
En términos técnicos ya me había asesorado, pregunté a quienes sabían y vi unos tutoriales de Youtube. El mayor problema era no quebrar el cuello con precisión. Ese hubiese sido el peor escenario. Había escuchado historias de ejecuciones fallidas donde la gallina aún viva sale corriendo despavorida con la cabeza colgando. Esa posibilidad sádica me repugnaba hasta la médula y por lo mismo sabía que tenía que ser decido y firme. Una vez con el cuello de la gallina en mis manos no podía soltarlo hasta estar seguro que ya había dado su último aliento.
Respiré profundo, cerré los ojos, apreté y estiré el cogote de mi víctima. No quería ver, quería que fuese rápido y por sobre todo quería ser eficaz, tenía que ser al primer intento. Después de lo que creo fueron 10 eternos segundos me detuve con la pulsaciones agitadas a mil. Mis manos aún apretaban firme y la víctima no se movía en lo absoluto. Un hilo de sangre corría por mi mano, había apretado tan fuerte que logré no sólo quebrar el hueso sino que también rasgar la piel y dejar que corriera el líquido vital. Pensé que lo peor ya había pasado pero estaba equivocado. Ser el verdugo era la parte sencilla la verdad. Ahora, el trabajo de descuartizamiento era lo brutal. Llevé el cuerpo inerte a la cocina donde tenía todo dispuesto como un quirófano. Lo primero que hice sin pensarlo mucho fue cortar la cabeza. Si eliminaba ese rosto sin vida ya me acercaba rápidamente a un trozo de carne y dejaba de pensar tanto en el cadáver de un animal. El desastre en la cocina fue mayúsculo, en cuestión de segundos tenía todo lleno de sangre, el mesón, el piso, un paño de cocina blanco que se tiñó en el acto. Luego fueron las plumas, tirándolas con fuerza para desvestir al ave y cada vez encontrarme más frente a un trozo de comida que frente a un animal. Luego el corte del cuchillo para sacar las entrañas y más sangre regándose por todas partes. Una parte de mi, confieso, quería descubrir los distintos órganos, hacer una disección de estudiante de biología, pero otra parte sentía asco, todo era demasiado viscoso, sucio, tibio, fresco. En mi cabeza había pensado en un proceso mucho más aséptico y metódico, pero los nervios me jugaron en contra y todo era más bien torpe y sucio. Cuando ya logré sacar lo que tenía que sacar puse la carne bajo el chorro del agua y al fin me sentía en un terreno más cómodo. Ya era un pollo estándar, pechugas y esternón, tutos largos y cortos y las alas. De todas maneras no es un pollo de supermercado abultado con hormonas, agua y sal, el pollo de campo es más cercano a un pájaro grande, de carne menos gorda y más oscura.
Cuando ya tuve todo limpio me dediqué a cocinar como lo hubiese hecho en circunstancias normales. Luego, durante la cena, los comensales preguntaron por la experiencia. Algo les conté muy escuetamente pero obviamente no pormenores de la faena. Todos disfrutaron y comieron felices. Yo no, el sabor era muy bueno, pero no dejaba de visualizar las vísceras saliendo del cadáver y mis manos sintiendo los órganos tibios y resbaladizos. Me sentí sucio.
Hoy temprano he ido temprano al gallinero, las gallinas me miraron como siempre, indiferentes. Yo las veo con algo más de respeto y cariño.